jueves, julio 06, 2006

Categorías

Cada vez que Ezequiel conoce a un adulto nuevo de mi círculo, más tarde o más temprano, y a solas, me somete al siguiente interrogatorio:

- Papi, Fulano, qué tiene?
- Cómo "qué tiene", mono?
- Tiene un hijo?
- Emmmmm... no, no tiene hijos.
- Tiene animales?
- Er... eh... no, no tiene animales.
- No tiene nada, entonces?

Si la respuesta a "tiene hijos" es afirmativa, el asunto queda zanjado ahí. Parece ser que la medida del éxito en la vida adulta, para un varón de 5 años que hace esto desde hace dos, pasa por tener hijos, o como mínimo un perro, en ese orden de preferencia.

A estas alturas ya me acostumbré a detectar en Ezequiel, a pequeña escala, rasgos de comportamiento que también se aplican a los adultos, sólo que quitando los detalles, accesorios y complejidades de estos últimos. Tampoco me espanta descubrirme, a veces, practicando con él estrategias de persuasión, disuasión y decepción que luego verifico que también sirven con los adultos.

Alguna, o demasiadas, veces, leí que el cerebro es una máquina de clasificar. Lo que leí menos veces, es el corolario de que esta función, con el tiempo, se convierte en una necesidad. La gente se crea una cierta estructura de pensamiento y los objetos o situaciones que no encajan en ninguna clasificación existente crean stress, intranquilidad. Esto es una técnica muy usada, por ejemplo, en la industria de la publicidad, donde para captar la atención de un lector en una fotografía por 3 segundos en vez de 2 se invierten millones. Cuando se presenta a alguien con un objeto de apariencia extraña, la actitud más habitual es que el sujeto se concentre y se abstraiga sobre el objeto en cuestión tratando de racionalizarlo. Después de algunos segundos, se obtendrá del sujeto con los ojos todavía achinados por la confusión, una respuesta similar a:

- Es una... silla?

Esta es una situación no poco común en lugares como museos o galerías de arte. El cerebro no se lleva bien con las ideas abstractas, tiene una necesidad de pautas y de transitar caminos conocidos y probados. Cuando dibujaba, y mostraba mis dibujos, lo normal era que me llenaran de preguntas del tipo:

- Este quién es?
- Y acá qué pasa?
- Por qué éste está haciendo eso?


Bueno, y a qué viene todo esto? A que esto de la medida del éxito y de las categorías se ve todo el tiempo en el mundo adulto. Todos, tarde o temprano, cuando nos dejamos conocer, terminamos cayendo en alguna categoría:

- Transa: relación informal y pasajera, histeriqueo, piel, sexo tal vez.
- Buen partido: estrategia cautelosa y paso a paso para asegurar futuro.
- Chico bueno: novio, cine, cena, guardar las formas y después vemos.
- Chico malo: agarrate Catalina que nos vamos a divertir. A la mierda con las formas.
- Esposo: no nos queda más remedio que estar juntos.
- Amante: pero puedo recuperar la juventud y las ganas de vivir, afuera.

Una vez catalogados, vuelve la tranquilidad de saber que tenemos una estrategia válida, y diferente en cada caso, para encararlo.

Yo tengo la suerte de haber racionalizado todo esto lo suficiente para no dejarme guiar por estos cantos de sirena. Pero tengo la desgracia de que la gente en general se sigue guiando por estas pautas, y eso cancela mi iniciativa de tener una historia propia que se escriba cada día. Porque la relación tiene que tener un rótulo, algun nombre, y tiene que encuadrar en él para que se le pueda contar a otras personas y las otras personas entiendan. No se puede tener un / una amante que al mismo tiempo sea el / la esposo / a, porque una cosa es la pasión y otra la convivencia. Con un novi@ no se hacen cosas que sí se pueden llegar a hacer con una transa, porque una cosa es el amor y otra la calentura. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.

Con Pilar, llevábamos 5 años de convivencia cuando nos casamos. La casa era la misma, la heladera era la misma, la cama era la misma, los muebles eran los mismos, y nosotros éramos los mismos, pero nuestra relación cambió de un día para el otro, porque ahora teníamos un papel firmado que decía que era para siempre.

Con Juana, la categoría en la que caí, por supuesto sin intentarlo, es la de chico bueno.

Otras personas que me conocen, menos, tanto o más que Juana, no creen que yo sea un chico bueno. Que no soy un asesino serial tampoco, pero que me aparto bastante del modelito. Yo sé que no soy un chico bueno y que tengo mis caprichitos y mis perversiones y mi morbo y mis pequeñas degeneraciones y vicios, de los que no renuncio ni me avergüenzo ni me culpo ni me preocupa ocultar ni por un minuto. Pero con Juana no los puedo ejercer, porque ella ya me clasificó y cuando algo no cae en su clasificación, yo quedo automáticamente fuera de lugar y a ella le sobreviene el asombro incómodo. Y detrás de eso, el reproche escarmentador.

Hace unos días, estábamos en el auto en el horario del programa de Andy Kusnetzoff. A los dos nos gusta Andy, pero a ella le encanta. El se mandó una de las suyas, y los dos nos reímos de lo descarado que es. Cuando bajamos del auto, todavía seguíamos comentando el episodio. Entonces ella soltó algo así como:

- Me encanta lo desfachatado, lo atorrante que es.
- Te gustan los tipos atorrantes?
- Sí, me gustan atorrantes.
- Entonces por qué cuando yo soy atorrante a vos te molesta?
- Por qué siempre tenés que tomar todo como algo personal?

Y otra vez me quedé pensando si lo que la gente necesita, lo que creen necesitar, lo que les gusta, y lo que finalmente eligen, necesariamente coincide. Y también me quedé pensando que no podía responder, porque cada quien es como es, y cada quien puede pensar de otro lo que le da la gana, y está bien que sea así.


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